Cuando Lewis Carroll apartó las matemáticas para concentrarse en la redacción de “Alicia en el País de las Maravillas” generó, tal vez sin pretenderlo, uno de los mitos más persistentes de la sociedad occidental contemporánea. Alicia, tantas ocasiones inmortalizada en la gran pantalla, viene a representar -en el salto hacia la fantasía cuya aduana hallamos en el espejo- la preponderancia de la subjetividad y el propio universo onírico sobre la conformación e interpretación de una verdad, a priori, real.
<<Aguarde usted -se me sublevan los papeles-. ¿Qué son estas espesuras de verdades y fantasías a tales horas de la noche? ¿No debiera hablar más about the King of Pop y dejar para otro día la Reina de Corazones?>>
Bueno, bueno, bueno. Se me había contratado para escribir una columna basada en un hombre de treinta años bastante largos con vocecilla de Peter Pan, un Mago de Oz perseguido por carnadas enteras de conejos -él se decanta más por las banderas-, un Rey Midas que confunde las ondas herzianas con el imperio de Cesarión. <<<¿Y qué decir de tan ilustre caballero… caballerito… caballerete? (Esto es de Super García)>>. Pues poca cosa, o quizás mucha, que siempre hay lectores agradecidos.
La madre de mi amigo Alberto lo vio paseando por el piano-bar del hotel; Jesús, también amigo mío pero más entendido en el asunto, se asomó al balcón para ver el show de los del Caiga quien Caiga; y Sonia, tan amiga como los citados, tropezó a la vuelta del trabajo con una comitiva del Jefe de Estado. Nada tendría de particular lo dicho si no concurriera la circunstancia de la dualidad o, incluso, trialidad del tal Jackson -five & black hace un tiempo, one & white en estos días-. Y es que los ídolos, como la ciencia avanza que es una barbaridad, han heredado la ubicuidad de los dioses.
<<¿Y tanta Alicia para esto?>> Quizá sí. Que Mr. Carroll también gozaba de su paidofilia -no pedofilia como escriben ahora, eso suena a querencia al cuesco- y Alicia era una dulce niña impúber a la que, no solo dedicaba cuentos, sino que también retrató desnuda para solaz de sus pupilas y manías. Porque ¿quién sabe? Tan vez don Miguel sea feliz con sus delfines y chimpancés -extravagancia nada original llevada a cabo por Byron con las jirafas- y un régimen de zagalillos oxigenados por inmersión bailando la Macarena.
Manuel de Lario, septiembre de 1996