Un día como hoy hace 25 años, el 24 de septiembre de 1996, Michael Jackson nos sorprendía con “el mayor espectáculo de todos los tiempos” en el estadio de La Romareda. Antes, revolucionó la capital aragonesa, paseó por la ciudad y hasta se fue de compras. Akí la crónica del paso del Rey del Pop por Zaragoza.
La Jacksonmanía, contagiosa fiebre que afecta a miles de individuos (en su mayor parte adolescentes) en todo el mundo, se apoderó de Zaragoza durante tres días de septiembre. Michael Jackson, autoproclamado Rey del Pop, paseó su corona por la ciudad y alborotó las calles a su paso, dejando la estela del mito que sin duda es, pero mostrándose más accesible de lo que su fama hacía presagiar. Ni siquiera bajó del avión con la habitual mascarilla, aunque luego se la colocó de camino al hotel, no fuera que alguna molesta bacteria o algún virus juguetón, transportados por el cierzo, pudieran atacar su delicado equilibrio biológico. Michael Jackson, con un auténtico espectáculo de ciencia ficción, conquistó Zaragoza.
El hecho objetivo e irrefutable es que la presencia de Michael Jackson en nuestra ciudad constituyó un acontecimiento histórico: su visita acaparó portadas en los medios de comunicación de todo el país, en los noticiarios televisivos e incluso fuera de España.
Puede asegurarse que, gracias a él, muchos ciudadanos del mundo se habrán enterado de que Zaragoza es una ciudad española: como publicidad, el negocio salió redondo. Añádase a ello que el llenazo en La Romareda estaba asegurado, que vinieron más de 20.000 espectadores de fuera de Aragón (incluídos más de 5.000 de media Europa) y que la complejidad de la organización y de la puesta en escena del espectáculo se saldó sin mayores problemas. Y la conclusión primera es que la contratación del astro americano fue todo un acierto, con las consideraciones secundarias que se quieran hacer. No parece muy temerario afirmar que, posiblemente, su concierto ha sido al suceso más destacado del año en Zaragoza; al menos, el que más polvareda y ríos de tinta ha provocado.
La conmoción que sacudió a la capital aragonesa comenzó a primeras horas de la tarde del lunes 23 de septiembre, cuando el divo puso pie a tierra en el aeropuerto zaragozano: cientos de fans iniciaron los primeros ataques de histeria colectiva que se vieron a lo largo de estos tres días. Como en los mejores tiempos de los Beattles. Jackson y su numerosa colectiva cruzaron la ciudad rumbo al hotel Boston bajo una expectación y un despliegue de efectivos propios de un Jefe de Estado o del Papa.
A las puertas del hotel prosiguió el baño de multitudes, los gritos, los lloros, las carreras. Y luego, la sorpresa: Michael se va de compras al Centro Comercial Augusta y se lleva la “Macarena” y un ejemplar de su propio disco “HIstory”. ¿Para qué diablos lo querría? Una más de sus rarezas…
Pero vayamos al gran día, o mejor a la gran noche. 45.000 almas se reúnen en el estadio de La Romareda para presenciar en vivo el que se anuncia como el mayor espectáculo de todos los tiempos en el campo de la música pop. La expectación es máxima.
¿Fue para tanto? Difícil pregunta: eso depende de los gustos de cada cual y de cómo se mire la cosa. Si nos atenemos a lo estrictamente musical, más de uno salió decepcionado; contemplado como un espectáculo global, como show de entretenimiento multimedia en el que la música es solo uno más de los ingredientes, hay que reconocer que resulta un montaje vistoso y apabullante por momentos.
Una delirante avalancha de imágenes, sonidos, luces, explosiones, efectos especiales, trucos de magia, brillantes coreografías, numeritos teatrales y una gran traca final de fuegos artificiales.
Un derroche de alta tecnología al servicio de ese niño grande que es Michael Jackson, quien demuestra que su síndrome de Peter Pan no es un invento de la canallesca ávida de echarle morbo al personaje. En realidad, todo el espectáculo es como un enorme juguete para que Michael Jackson se divierta, lo más parecido a un videojuego interactivo en el que él es el único héroe y protagonista.
El arranque del show ya deja claro por dónde van a ir los tiros: estalla un cohete en el cielo, suenan las fanfarrias y en las pantallas gigantes de vídeo aparecen las vertiginosas imágenes, tipo realidad virtual, de una astronave recorriendo los más diversos países y paisajes, en plan montaña rusa de EuroDisney. Finalmente irrumpe de golpe en el escenario (más petardazos) la pequeña nave espacial y de ella surge, cómo no, Michael Jackson vestido de dorado cosmonauta galáctico. No acaba akí la cosa: cuando suena “They don´t care about us”, la pieza más popular del reciente “HIstory”, invaden la escena unos soldados portando a paso militar las banderas española y americana. Esos primeros diez minutos del espectáculo sintetizan a la perfección la idea que lo anima: todo él es una fantasía animada, un tanto infantiloide, y como tal hay que tomárselo.
Tras varias canciones de diversas etapas de su carrera (“In the closet” “Wanna be startin´somethin´” “Smooth criminal” “Stranger in Moscow”), Jackson ataca la tierna “You are not alone” y aparece en escena una rendida fan para bailar con Michael bien abrazaditos. Para que la cosa parezca espontánea, al cabo de unos minutos un gorila intenta llevarse a la chica pero Michael lo impide con un gesto: por supuesto, tamaño simulacro no engaña ni al más ingenuo de los terrícolas. Pero akí, todo vale. Más teatro: recordando su etapa infantil con los Jackon Five, Jacko rompe a llorar como una magdalena viendo a sus hermanitos en la pantalla del vídeo, aparentemente embargado por la emoción. Todo está en el guión, nada es improvisado, nada queda al azar. Las escenas almibaradas hasta el hartazgo se repetirán en la parte final, con el numerito del tanque donde baja un soldado y una niña le da un ramo de flores, provocando el arrepentimiento del mercenario de la guerra. Una representación de patio de colegio.
Por fortuna, Jackson tiene un montón de buenas canciones y eso salva los aspectos más endebles del espectáculo. Lo mejor, sin duda, vino con los temas más conocidos de su mayor éxito, “Thriller”. Osea, “Billie Jean”, “Beat it” y, sobre todo, el propio “Thriller”, con sus esqueletos danzantes y un truco de magia en el que a Michael le meten en una especie de ataúd, lo atraviesan con un panel de estacas y le prenden fuego. Por supuesto, cuando se abre la caja nuestro héroe no está allí. Aparece al otro lado del escenario, tan campante. De akí al final se suceden títulos como “Come together”, “Dangerous” o “Black or White” hasta llegar a la apoteosis final con el ya citado número del tanque, al que sigue un desfile de niños con “Heal the world” y, de nuevo, otra parada militar con “They don´t care about us” y “HIstory”, con más soldado-bailarines llevando banderas de todo el mundo. El colofón lo puso una espectacular traca de fuegos artificiales iluminando la noche sobre La Romareda.
A la salida, disparidad de comentarios. Desde los que se quedaron un poco decepcionados, sobre todo el público de más edad (mucho ruido y pocas nueces), hasta los fans impenitentes y los espectadores más jóvenes, que habían alucinado en colores con el colosal despliegue escenográfico de Mr. Jackson. Este demostró, sobre todo, sus excepcionales facultades como bailarín; es esta faceta es un indiscutible maestro que ha revolucionado los conceptos del baile moderno. Pero su “HIstory Word Tour” es, más que nada, un ejercicio de autoafirmación de que Michael Jackson sigue siendo la superestrella por antonomasia, un artista sin apagón en el planeta. Y, en eso, seguro que estamos todos de acuerdo.
Texto: Jaime Vim.
Fotos: Pilar Alquézar